La fe, la esperanza y la caridad son sólo algunas de las virtudes que el hombre debe cultivar para ser considerado bueno y digno.

En primer lugar, intentemos aclarar qué es una virtud. Para ello, nada mejor que acudir al Catecismo de la Iglesia católica, según el cual la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Por tanto, podemos considerar virtudes todos aquellos aspectos del temperamento humano que conducen a la realización de buenas acciones, pero no sólo ellas. Las virtudes son la mejor parte de nosotros mismos, aquellos componentes de nuestro ser que nos permiten dar lo mejor en cada situación.

Después de todo, ¿qué son las virtudes teologales?

Esta tendencia a la bondad se traduce en una tensión en relación con Dios. El que practica las virtudes aspira a asemejarse lo más posible a Él.

A lo largo de los siglos, los hombres han intentado codificar las virtudes de diferentes maneras.

Los antiguos griegos incluían en Areté la totalidad de las virtudes humanas, entre las que figuraban la fortaleza, el vigor moral y el porte físico. Quien la poseyera podría utilizar todos sus talentos. Platón, en el texto La República, enumera ya las que serían para los cristianos las cuatro virtudes cardinales, es decir, aquellas capaces de ejercer el control en la parte racional del alma sobre las pasiones: templanza, valor, sabiduría, justicia.

Para los romanos, la virtud era la disposición del alma hacia el bien, hacia la realización óptima de acciones y modos de ser. El hombre romano virtuoso intenta hacerlo lo mejor posible y ser lo más perfecto posible con sus propios talentos y disposiciones naturales.

Los filósofos de cada época elaboraron sus interpretaciones de las virtudes, con la consiguiente codificación de la vida y de la actitud del hombre ante el mundo.

En este contexto nos limitaremos a hablar de virtudes desde el punto de vista cristiano, entendiendo por tales todas aquellas actitudes y disposiciones del alma que regulan la acción humana, ordenando las pasiones, determinando la conducta, impulsando al hombre a llevar una vida moralmente digna. Quien persigue las virtudes, persigue el bien, consciente y determinado por su voluntad.

La búsqueda de las virtudes conduce al hombre a la comunión con Dios.

Virtudes cardinales

Las virtudes cardinales son aquellas que podemos considerar como la base de la excelencia del ser humano. Su propio nombre nos sugiere hasta qué punto son los pilares en torno a los cuales descansa la naturaleza del hombre virtuoso. Son :

  • prudencia, impulsando al hombre a controlar sus pasiones y a reconocer el bien en cada situación, además de hacerle comprender cómo perpetuarlo;
  • la justicia, la voluntad de dar a Dios y a los demás lo que es justo y debido. Según Platón, aportaba armonía y equilibrio a todas las demás virtudes, conduciendo al hombre a la perfección;
  • fuerza, lo que Platón llamaba coraje, que proporciona la fortaleza necesaria para perseguir las demás virtudes y perseguir el bien;
  • la templanza, el impulso a buscar el bien y el control sobre las pasiones y los instintos.

Virtudes intelectuales

Son las virtudes que regulan el buen uso de la inteligencia para perfeccionar el intelecto y acercar al hombre al conocimiento de la religión y de Dios. Lo son:

  • la sabiduría , el conocimiento teórico de las cosas, gracias al cual el intelecto puede ascender hasta Dios y lo intangible;
  • ciencia , permitiendo al hombre conocer los diferentes aspectos de la realidad en su verdad y secuencia, desarrollando nociones adecuadas;
  • intelecto , permitiendo al hombre ascender pensamientos y conceptos para abarcar realidades supremas, comprendiendo la esencialidad en todo y en cada acción.

Virtudes teologales

Volvamos a las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, objeto de este artículo. Estas son las virtudes que determinan la relación entre el hombre y lo divino, las tres dirigidas directamente a Dios. La propia etimología del término teológico así lo sugiere: deriva del griego θεός, "Dios" y λόγος, "palabra".

Son, pues, virtudes que, partiendo del hombre, tienden hacia lo divino, y en él encuentran su origen, objeto y razón de ser. A diferencia de las virtudes cardinales e intelectuales, según los teólogos de la Iglesia, las virtudes teologales no pueden obtenerse sólo con el esfuerzo humano, sino que deben ser infundidas en el hombre por la gracia divina.

Como ya hemos dicho, hay tres:

  • la fe, relativa a conocer a Dios y creer en él, que lleva a conocer a Dios por revelación;
  • esperanza, que regula la vida humana en relación con la Trinidad, y la promesa de salvación, que conduce a la posesión de Dios, entendida como vida eterna a la luz de su gloria;
  • la caridad, fundamento de la vida de todo cristiano, fuente y meta de todas las demás virtudes, que expresa el amor a Dios a través del amor al prójimo y conduce al amor a Dios y a Dios como máxima expresión del hombre en la vida y en la muerte.

Estas tres virtudes están estrechamente vinculadas: la caridad, entendida como amor a Dios, deriva de la fe, es decir, de la revelación de Dios, y también de la esperanza en la vida eterna que produce el conocimiento de Dios. 

En realidad, el camino por el que nos guían estas tres virtudes es un camino de gracia y de elevación espiritual, destinado a conducir a quienes lo emprenden a la máxima expresión de santidad que Dios puede ofrecer a sus hijos.